sábado, febrero 10, 2007

EL AVE

Descendió del cielo como respondiendo a un llamado. Nadie sabe de dónde apareció. Pero al mediodía ya estaba allí haciendo su sombra espiral y encerrando cada vez más a Nicolás que, tendido en medio de la plaza, no se percató de su presencia.
Trazó los últimos círculos y se detuvo cerca al cuerpo. El hombre parecía dormitar. Un periódico ambarino cubría su rostro del furor de la canícula.
El ave dio unos saltitos y examinó la escena. Sus ojos de negro brillante escrutaban a Nicolás que parecía inmóvil. Meneó la cabeza. Erizó las pequeñas plumas de su nuca y abrió las nocturnas alas. De pronto, con toda la majestad de saberse dueño de la situación, tronó con su voz.
Le vi acercarse. El hombre seguía quieto. Nicolás, grité.
Con algo más de confianza, el ave se le acercó. Yo sentí un escalofrío. Como si temiera lo peor.
Una ráfaga de viento se llevó el periódico y descubrió la faz de un hombre viejo. Una expresión cortada se dibujaba en su ajada tez. El ave se encaramó sobre su pecho.
Nicolás, Nicolás; despierta de una vez. Mira que estoy lejos y no puedo hacer ya nada por ti.
Entonces yo, Nicolás Ariaga, tuve que presenciar cómo le iban sacando los ojos a mi cuerpo muerto.

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