miércoles, enero 18, 2012

GAIA

Una anciana jugaba con una semilla entre sus manos añosas. Y a la semilla no le importaba. Rezaba una vieja oración con los ojos entrecerrados y la simiente era una cuenca en su rosario infinito. En su largo susurro la anciana hablaba con remota lengua. Enumeraba hechos como si su memoria fuera el tiempo mismo. A la semilla esto no le interesaba. El grano rodaba entre los dedos marcados por el trabajo aumentando cicatrices y erosión en su áspera piel. Y a la semilla esto tampoco le preocupaba. La anciana parecía contar cada uno de los pliegues, contar incluso el peso mismo de la simiente y proyectar sus ramajes futuros. Aquellos brazos en oración hacia el cielo donde las aves también morirían. Enumerar la caspa y el frescor de las estaciones. Remontarse y penetrar en la tierra hasta la primera generación de semillas.

La anciana, hastiada de este ejercicio, suspiró contra el atardecer. Se extrajo las sobras de su diente cariado con la simiente. Se limpió la boca con el reverso de una mano. Y arrojó la semilla a la tierra.

Por último, se levantó con algo de esfuerzo, hizo un ademán de hasta pronto y la enterró con el pie.

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